30 dic 2005

gramática del viaje

Uno corre desesperadamente hacia una ruta lejanísima y no hace más que correr. A uno le han enseñado con firmeza que lo importante es correr hacia esa meta y nada más. En el camino uno atraviesa praderas apacibles y selvas abigarradas, ciudades efervescentes y caseríos caducos; y estíos y tempestades y limbos; y a los lados del camino uno ve siempre de reojo a cientos o miles de personas, y con algunas intercambia palabras, de pasada, claro, un saludo, gracias, nos vemos; otras hasta lo animan a uno a seguir y otras se esfuerzan por contenerlo y uno se siente con ellas como un grito sólo pensado. Pero uno quiere por fin –por fin– llegar a la meta. La meta es un sueño, una obsesión, una necesidad; llega a ser lo único real o definitivo y uno no sabe si eso es ridículo o heroico o ambas cosas; y uno llega a no saber nada, o quizá sólo esto: los demás no dejarán jamás de juzgar, es decir, juzgarán de cualquier manera, y entonces sólo depende de uno si decide seguir o detenerse –como un grito sólo pensado–. Llegar, pues, o creer que se llega –lo cual es también detenerse– o seguir siempre en camino.

En realidad, esas opciones pueden parecerse demasiado, porque justo allí donde uno cree que acaba un camino casi siempre empieza otro, y a veces al instante vuelve uno a creer que también este tendrá una meta real o definitiva, etcétera… En esto quizá nada tenga certeza y seguramente es mejor que no la tenga, pues de otro modo no se podría vivir, o sería absurdo: no podemos decir que viva una máquina, algo o alguien que siga un programa.
En lugar de un pro-grama (algo escrito de antemano), la vida es una gramática, y con ella, claro, uno puede hacer una guía telefónica o el Quijote, o uno puede dejar de caminar y contemplar para siempre el mismo paisaje –dolor, inercia, resignación– o seguir caminando. ¿Adónde? Siempre, dichosamente, se puede decidir estando ya en camino. Ese es precisamente el sentido de la gramática del viaje, uno siempre tiene la opción de hacer un giro y caminar en otros sentidos. Hace tiempo, con unos viejos amigos, salíamos de viaje a la playa con todo organizado excepto nuestro destino; a medio camino hacia las playas –toda una provincia disponible, cientos de opciones variadas– tomábamos un mapa y con los ojos cerrados alguno de nosotros señalaba dónde ir. Fueron los mejores viajes. Siempre es posible programarlo todo o dejar que la gramática nos auxilie con su abismo de posibilidades a mitad de camino. Nada está escrito hasta que se escribe. Vivir es dejar un registro, vivir es escribir la vida: dejar un registro imborrable de hechos; y por eso, de vuelta -como decía Henry Miller-, escribir es volver a vivir.
Por otro lado, cualquier programa está sujeto a sufrir accidentes, es que en la vida pasa lo mismo que en los textos, siempre acaban, pero siempre pueden volver a comenzar.

"La metáfora apropiada para el proceso de la vida quizá no sea el tiro de un par de dados, ni el girar de la ruleta, sino las frases de un idioma, que llevan información parcialmente predecible y parcialmente impredecible." (Jeremy Campbell)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me dejás pensando sobre la gramática de mi viaje, pero también sobre cuantas veces he pensado que llegué y en lugar de seguir caminando me detuve....
Interesante texto.