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3 dic 2009

El cuento de uno mismo

La Editorial de la Universidad de Costa Rica acaba de publicar mi libro El cuento de uno mismo. Escripunturas (2003-2006) y otros textos.



El libro reúne mis columnas "Escripunturas", publicadas originalmente en el Suplemento Cultural Áncora, de La Nación, otros artículos periodísticos y algunos textos inéditos. Cuando aparecían las columnas en el diario, cada tres domingos, y luego el lunes o el martes o cualquier otro día recibía un correo electrónico de algún lector en el que me hacía un comentario personal, o crítico, o el que fuere, sentía un agradecimiento muy sincero y muy difícil de explicar. Porque tomarse el tiempo, tras leer un texto breve en un diario, para contestarle o contarle algo al autor de ese texto, aparte de extender el texto mismo, es un gesto, para mí, de desprendimiento y de inteligencia. Entraña, o expresa, una de las ideas fundamentales -al mismo tiempo- de la literatura y la democracia: uno, alguien, se expresa públicamente; y otro, que lee al primero, contesta, replica, dialoga. En nuestros días este proceso se facilita y enriquece gracias al correo electrónico y las redes sociales en línea.

Buena parte de los textos incluidos en el libro se ocupan de explorar esa rara frontera entre uno y uno mismo, entre uno y los otros; y "rara" porque nunca está claramente definida, aun si de muchísimas formas se nos quiere hacer creer lo contrario. La escritura, sea en ensayos periodísticos, novelas o poemarios, cumple entre otras funciones la de acercar a personas anónimas que de otra forma jamás entrarían en contacto; e incluso pone en contacto a una persona cualquiera con otras versiones de sí misma.

En alguna página de este librito escribo lo siguiente:

Me parece que la literatura –más, pues, que la religión, la filosofía o la ciencia– es el producto humano que mejor muestra y pone ya en acto esa fuerza moral de la racionalidad humana, su posible –pero no siempre efectiva– sabiduría moral, es decir, esa posibilidad de dar razones y conversar y contrastar y decidir sobre diversas maneras de pensar y de actuar y sobre la necesidad de que haya el derecho de hacerlo de maneras diferentes, sin que haya una culminación en algo definitivo. O bien: que muestra la diversidad humana en su complejidad contextual, y que esa diversidad puede coexistir sin tener que convergir en una sola razón triunfante. Más aún: es en la literatura universal –y precisamente por esto lo es– donde mejor se muestra que, atravesando todas nuestras diferencias, hay una veta de igualdad que une a todos los seres humanos.

En un sentido ideal, la escritura nos acerca sin que medie en ello ningún poder más que el de la sugerencia, el de la seducción de las palabras y las imágenes y las ideas. Sueño una especie de democracia por venir donde las personas se lean unas a otras y, por eso mismo, lejos de cualquier exhibicionismo o cualquier egoísmo, se conozcan y se desconozcan mutuamente y comprendan que a través de todas nuestras diferencias siempre hay y habrá muchos hilos comunes: son el tejido de una sola humanidad.

Estos son algunos de los temas que me acosaron durante algún tiempo y a veces todavía lo hacen. Algunas reflexiones al respecto quedan en las páginas de este libro; estoy y estaré agradecido con los lectores que pueda llegar a tener.

Esta es la contraportada (clic para ampliar):



Dejo aquí el índice.

Y acá una brevísima muestra del libro: "Escribir, la propia voz".

El libro se puede adquirir en la Librería Universitaria de la UCR. (Envío internacional disponible para pedidos hechos en línea.)

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3 jun 2009

viaje

Había olvidado que el sentido de la escritura es el mismo que el del viaje: perderse a sí para reencontrarse, en otros y con otros, hacerse otro; es decir, no dejar de vivir, de querer vivir; o bien: conocer lo humano y el mundo, lo infinito, la posibilidad de ver emerger en uno mismo la idea de infinito.

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9 may 2008

Paul Auster, frases del desierto

En fin, que el reposo ha terminado. Sin haber comenzado, en realidad, pues ha sido más bien una pausa impuesta por la enfermedad (una o varias, no lo tengo claro).

Primero, semanas de una cantidad de trabajo abrumadora, seguidas por semanas de enfermedad, a su vez causada por el exceso de trabajo. A veces se trabaja para luego poder pagar el médico que ha de curar las dolencias producidas por tanto trabajo.

En fin, que adonde más disfruta uno estar, siempre ha de volver. Aun si al hacerlo todo es diferente, o casi todo. Porque uno camina, avanza, da vueltas, sabe lo que busca, pero no lo encuentra, o a veces no lo sabe y por eso encuentra algo, quizá no lo que creía o sospechaba buscar antes, pero algo, y luego, casi por azar, encuentra que la búsqueda misma es más importante, que solo así avanzamos realmente, o en un sentido definitivo, que si hubiera dónde llegar entonces ya nadie querría caminar: anticiparíamos constantemente el final…

Y entre tantas búsquedas azarosas encontré un libro de Paul Auster. Hace tiempo que oigo muy buenas cosas de sus libros, hace tiempo estaba en mis listas de lectura pendiente; y con mayor insistencia desde que le otorgaron el Premio Príncipe de Asturias en el 2006.

Ahora siento que llego demasiado tarde a Auster. Lo cual, claro, no entraña nada, solo el saber inconsecuente de que desde siempre me habría gustado. Lo cual, a su vez, solo implica que aquí puede comenzar algo. Es que desde cierta perspectiva, en el juego inhumano del tiempo, no hay de todos modos comienzos ni finales.

Estoy, pues, leyendo mi primer libro de Auster. Hasta ahora, he leído solo su primera parte, “Retrato de un hombre invisible”, pero esas 70 páginas han bastado para que me apresara su estilo... Esa violencia de no poder dejar un libro. Esas raras ocasiones en que algo simplemente se mete dentro y empuja, ciertas frases –o el modo de decirlas– que te gustan mucho más que otras; una atmósfera imprecisa de identificación; y que, por supuesto, sería imposible que llegara a concretarse, además de innecesario: una simpleza…

El libro es The Invention of Solitude, de 1982 (hay versión en español, en Anagrama). Es una memoria novelada y, por eso, no simplemente un relato “autobiográfico”; más bien es una borradura de la frontera entre la narración y la propia vida.

Una borradura: un claroscuro, una difuminación. Una contaminación.

La primera parte se dedica al recuerdo de su padre; o a la ausencia de su padre y del recuerdo de su padre. Hay una especie de búsqueda, o varias, casi desesperadas, entrecortadas, algo de carreras en círculos y de cómo todo eso tiene que ver precisamente con la memoria, con la escritura y los afectos, especialmente entre padres e hijos.

El recuento es desolador, intenso, preciso como una autopsia. Al menos, en lo que fuera posible realizar una autopsia a un cuerpo vacío, vacío cuando estaba vivo, una personalidad escurridiza… Su padre, al parecer, era un maestro en el arte de la evasión, huía de sí y de la intimidad, no dejaba verse porque ni él mismo se veía.

Hay, entre muchas otras, una frase que me ha dejado frío, encantado:

“Just because you wander in the desert, it does not mean there is a promised land.”

Un golpe, un nudo: la escritura, el amor, el recuerdo, la vida… Aprender, quizá, lo más difícil: soportar la búsqueda, aceptar que no haya más que búsqueda y precisamente por eso seguir, siempre, jamás detenerse. ¿Por qué detenerse si ninguna tierra, ningún afecto, ninguna palabra será la “prometida”?

La búsqueda, la incertidumbre, el gozo del instante. La piel sin fondo, la atracción del vacío.

Auster escribe aquella frase mientras escribe acerca de la ausencia afectiva de su padre, de la necesidad que todos sentimos por contar con el amor de nuestros padres, de la improbabilidad de escribir con rumbo cierto acerca de personas que pasaron su propia vida sin una trayectoria transparente o disimulándola tan bien, que ni la decían ni la mostraban: inobservable. Invisible, como esa tela que siempre conforma o atraviesa o vela (esconde y muestra a la vez) toda gran escritura: laberíntica y puntual, compleja y precisa, exasperante y adictiva...

En fin, que su padre era un enigma de persona, y, entonces, también de personaje, por el simple hecho de que su hijo lo intente dibujar en un texto: siempre una especie de fijación que, paradójicamente, también es una apertura a la infinitud: las lecturas infinitas lo harán infinito.

Recién muerto su padre, Auster escribe que de no escribir acerca de él, su padre dejaría de existir para siempre: sería como si no hubiera vivido del todo ("If I do not act quickly, his entire life will vanquish along with him.").

A mí, este tipo de escritura me resulta enormemente atractiva: es personal pero no narcisista, es íntima pero no reveladora (la obscenidad de las “verdades” de cada uno), es una narración sin novela o una novela de experiencia y búsqueda de algo, en el texto, que no aparece tal cual en la experiencia misma, un área de borradura entre los límites de la realidad y la ficción. Algo así como la vida.

Dejo otra muestra de Mr. Auster:

“This is the point I am trying to make. His refusal to look into himself was matched by an equally stubborn refusal to look at the world, to accept even the most incontrovertible evidence it thrust under his nose. Again and again throughout his life he would stare a thing in the face, nod his head, and then turn around and say it was not there. It made conversation with him almost impossible. By the time you had managed to establish a common ground with him, he would take out his shovel and dig it out under your feet.” (Paul Auster, The Invention of Solitude)

Y todo comenzaría de nuevo, siempre, sin tierra prometida, como si, entre las personas, no pudieran mediar más que desiertos, en los cuales las personas pueden verse, tocarse, incluso quererse, pero jamás llegar juntos a un destino final. Y quizá porque la muerte es siempre individual; de hecho, quizá, la única identidad.

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14 mar 2008

definiciones aleatorias (2)

Éxito. Solo imagino un verdadero éxito: estar algún día satisfecho conmigo mismo, con mi pasado y mi presente, pero más con mi presente. Por una vez, no arrastrar ya ningún dejo de frustración por lo que “pudo haber sido si...” o “lo que debería haber hecho pero...” Es decir, haberlo hecho, o más exactamente: estarlo haciendo.

Amor. Depende, hay amor de pareja y otro sinfín de amores. En cualquiera de los casos, un elemento básico sería: llegar a un mutuo entendimiento con otros, según el cual las causas de nuestros conflictos se compensen por otras tantas o más causas de cooperación; que mi bienestar no entrañe el malestar de otro; pero que el bienestar de otro tampoco entrañe mi malestar... (Qué diablos, tal vez eso no tenga mucho que ver con el amor "en general", pero igual me sonó bien al escribirlo...) ¿Y el otro caso, el del amor de pareja...? Una pasión, una necesidad, una sobredosis de oxitocina, la serena alegría de la compañía... Siempre parece muy pronto para aventurar una definición. Tal vez, tal vez cuando esté anciano.

Identidad. Siempre que se entienda como algo dado e inevitable, una especie de “alma” (de cada individuo, de etnias o países, etc.), es una fábula... Quizá, en algún contexto, haya sido necesaria; pero cada día menos.



Ese sentido de identidad implicaría fijeza: ser una especie de entidad ajena al tiempo. Pero hasta las rocas cambian, hasta los continentes se mueven. Alguna vez África estuvo adherida a América del Sur, que estaba separada de América del Norte, que estaba a su vez adherida a la actual Europa, y América Central no existía (geológicamente, nuestras tierras, tal como son actualmente, son unas bebitas de apenas 3 o 4 millones de años)... Alguna vez los desiertos actuales fueron bosques y el Mediterráneo ha estado seco varias veces. Y algún día Australia chocará contra Asia y, aun si evitara encaramarse en China, barrería sin duda las islas japonesas como botecillos a la deriva en alta mar... La Tierra no tiene identidad, tiene pasado geológico, y futuro.

Tampoco a las personas nos hace falta una identidad para ser personas; tampoco hace falta la identidad nacional para ser nación. (Al menos no esa identidad pensada o deseada como un rasgo único, esencial e inmutable –siempre el mismo– que nos definiera.) Creo que las personas tenemos singularidad, que es muy distinto: cada uno es un conjunto abierto de experiencias y factores biológicos irrepetibles, pero en constante interacción y cambio... Incluso la posible “identidad humana”, la identidad general o común a todos los seres humanos, es decir, la naturaleza humana, a pesar de que existe, también es producto de una evolución particular, de miles y miles de años de nimios cambios y adaptaciones; y sin duda ni siquiera ella ha tirado la toalla y ha decidido estancarse de una vez para siempre...

Y los países, por su parte, con sus fronteras contingentes, tienen una historia y una tradición, pero tampoco tienen identidad, algo así como una fotografía suya pegada a la eternidad. En fin, que tener identidad, en el sentido dicho, entrabaría con demasiadas amarras a la libertad. Tal vez sea este, pues, uno de esos conceptos que sería mejor dejar ir sin nostalgia, así como, tras un desamor, debemos dejar ir a algún amado para poder, mañana o cualquier otro día, amar a otro, seguir viviendo.

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