Hablo; puedo decir, por ejemplo, “serpiente”, o “leona”; puedo decir “azucena”, o “hiedra”. Puedo decir “cualquier cosa”, o casi cualquier cosa.
Una serpiente, en cambio, no puede decir “humano”, ni siquiera puede decir “serpiente”. Tampoco pueden la leona, la azucena o la hiedra decir nada. Son simplemente.
¿Pero lo son, simplemente? Acaso sólo son porque nosotros las decimos. Qué serían sin que nosotros las dijéramos es algo que no podemos siquiera imaginar: para ello no hay ni puede habar jamás palabras. Y simplemente porque los seres humanos sólo tenemos palabras para describir un mundo donde ya hay seres humanos con palabras.
La serpiente, por ejemplo, puede temernos, y huir de nosotros y sentir que somos la peor de las amenazas. Puede, en consecuencia, mordernos y envenenarnos e incluso matarnos. Y así, con su poder sobre la vida, podría hacernos desear volver a ser como ella: cazadores, depredadores inocentes, animales: los únicos depredadores inocentes.
Pero no es posible. Simplemente porque nosotros, al pensar eso mientras miramos la serpiente, y al desearlo, ya tenemos palabras para decirlo, inevitablemente, y ya sólo por eso estamos para siempre condenados a no poder volver a ser como la serpiente, o la leona, mucho menos como la azucena o la hiedra... El lenguaje, simplemente, es nuestro exilio; que no tiene, claro, nada de simple, siendo a la vez sublime e inútil, revelador y torpe, nuestra excelencia y –según Heidegger– al mismo tiempo nuestra miseria...
Porque la serpiente no tiene lenguaje pero tiene su inocencia. Nosotros tenemos lenguaje y lo que, en realidad, tememos de la serpiente, es precisamente su inocencia, su cruel y gallarda manera de paseárnosla por la cara. Más gallarda que cualquier revelación que pudieran acarrear nuestras palabras.
¿Qué palabras podríamos nosotros crear para vencer a la serpiente, y dominarla, y robarle su idílica condición?
Ninguna: es esa justamente nuestra imposibilidad esencial. Podemos apresarla, comerla, torturarla, subyugarla, extraerle su veneno, encerrarla, pisotearla, extinguirla, o calcular hasta el último movimiento de sus ínfimas estructuras moleculares; pero ninguna palabra ni ninguna otra herramienta humana podrá jamás decir lo que palmariamente no dice la serpiente siendo serpiente –ni saberlo, claro está; es decir, ni siquiera experimentarlo–.
La conclusión, obvia para cualquier ecologista, sería que no debiéramos ni subyugarla ni encerrarla ni asesinarla –ni a ella ni a ninguna otra criatura viva–, sino admirarla y cuidarla como eso que nos dio vida y que ya nunca más podremos nosotros volver a ser. Y entonces lapidariamente habría que callar.
13 mar 2006
metafísica de la serpiente
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3 comentarios:
Entonces nos limita eso que nos hace creer superiores, y no hay vuelta atrás.
Por momentos recordé La soledad de un nombre, serían esas cosas si no las decimos, creo que sólo aplican en nosotros con nuestros nombres.
La serpiente, ese animal que repta por los caminos del mundo, 'simplemente' sabe que debe mutar, que muda de piel cada cierto tiempo y eso es parte de la naturaleza que se asume, sin cuestionamientos, sin juicios, así son. Nosotros, tan brutos en cambio, o no sé si será porque es uno de mis temas últimamente, asumimos los tiempos de cambio con esta actitud de pánico y angustia a lo desconocido... como si lo desconocido y las nuevas pieles no fueran parte de la Naturaleza en la que tenemos una partecita de participación.
Qué gusto encontrarme con que Ud. tiene un blog.
Siempre me han encantado sus artículos en Ancora.
Le visitaré a menudo.
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