1. El futuro
(Según R.M. Sapolsky, “Will We Still Be Sad Fifty Years from Now?” En The Next Fifty Years, ed. John Brockman, Vintage, 2002)
Según Robert M. Sapolsky, profesor de biología y neurología en Stanford y autor de varios libros sobre el estrés, la enfermedad más típica del siglo XXI no será el sida, ni la diabetes, ni los problemas cardiacos, ni siquiera el Alzheimer, sino la depresión.
Parte de la complejidad de la depresión se debe a que en ella inciden factores genéticos, neuroquímicos, hormonales y ambientales. Según Sapolsky, el 15% de la población del primer mundo se ve afectada por depresión en algún momento de sus vidas. El porcentaje ha venido aumentando durante los últimos 50 años y parece que seguirá haciéndolo. Para entender por qué, Sapolsky considera esencial comprender los vínculos entre el estrés y la depresión, así como por qué la vida en la actualidad parece hacerse cada día más estresante.
Nuestros cuerpos consideran los retos externos como estresantes cuando no tenemos control sobre ellos, ni sobre sus posibles consecuencias. Ante un desafío, lo común es ponerlo en contexto, limitar su alcance sobre la vida, analizarlo y enfrentarlo. La depresión, para Sapolsky, es una falla de esta habilidad: la persona totaliza la experiencia del problema y concluye que la vida en general es terrible y que no podrá enfrentarla. La persona, a nivel biológico, no logra reequilibrarse tras una experiencia estresante (stressor), y sucumbe “más bien a una sensación generalizada de desvalimiento que luego adquiere vida propia”.
La buena noticia es que se han hallado maneras de combatir esta enfermedad, que solo parece empeorar y hacerse más invasiva con el progreso material de las sociedades y los más altos niveles de estrés que entrañan. Hay terapias químicas que actúan a nivel de los neurotransmisores ligados a la depresión, terapias hormonales, y cada día se comprenden mejor otros factores neurológicos y biológicos importantes.
La mala noticia, según Sapolsky, es que a pesar de tales terapias y otras nuevas, la depresión no cesará sino que, al contrario, seguirá su ritmo ascendente.
¿Por qué? Porque “nuestra civilización actual todavía posee muchas características depresogénicas”, y en especial porque esos factores depresivos “ocurren, con cada vez mayor frecuencia, fuera de un contexto de apoyo social”. Las fuentes tradicionales de consuelo, dice Sapolsky, se atrofiarán cada día más en el futuro. Se refiere, por ejemplo, a la familia, a la vida en comunidad y a los grupos de amigos. Pero según Sapolsky, la razón más importante para afirmarlo es estadística: en los últimos años ha aumentando considerablemente la tasa de adolescentes y jóvenes afectados por depresión. Los factores estresantes experimentados en etapas tempranas de la niñez aumentan la probabilidad de que la persona adulta padezca depresión, y cada día más niños –también en las sociedades altamente desarrolladas– enfrentan situaciones de estrés que ningún medicamento será capaz de aliviar por sí mismo: “nunca habrá una vacuna contra las vicisitudes de la vida”, dice.
2. El pasado
(Según Paul W. Andrews y J. Anderson Thomson, Jr., “Depression’s Evolutionary Roots”, Scientific American, August 25 2009.)
En un texto publicado hoy en Scientific American se habla de un 30 a 50% de personas en EE.UU. y otros países que cumplen los criterios para ser diagnosticados con depresión.
La pregunta es por qué, evolutivamente, somos tan propensos a la depresión. Sapolsky daba a entender que el problema, si no es moderno, al menos se agrava en la actualidad pues nuestras condiciones actuales de vida son muy distintas de las que experimentaron nuestros ancestros. En este sentido, sería análogo a la obesidad, pues, por ejemplo, nuestros ancestros no tenían chocolatitos ni coca cola ni pseudohamburguesas.
Sin embargo, según Andrews y Thomson, en todas las sociedades tradicionales que han sido estudiadas y que siguen siendo similares a las ancestrales, se ha encontrado depresión. La modernidad quizá agrava la tasa, pero no produce el desorden: ya estaba ahí. Lo cual, para ellos, plantea una paradoja evolutiva: si el cerebro humano cumple un papel fundamental para promover la supervivencia y la reproducción, no deberían darse tasas muy altas de enfermedades mentales que las obstaculicen, y sin embargo la depresión es cada día más común.
Resolver la paradoja implica, para los autores, no pensar en la depresión como una enfermedad, sino como una adaptación: un estado mental que, a pesar de sus costos, también produce importantes ventajas.
Se ha identificado una molécula cerebral asociada con la serotonina que, posiblemente, ayuda a “activar” la depresión, lo cual, desde el punto de vista evolutivo, no sería entonces un “accidente” sino un proceso corporal con una función particular. “Las personas deprimidas piensan constante e intensamente acerca de sus problemas.” Este pensamiento o reflexión es persistente, tanto así que a las personas con depresión les cuesta pensar en otra cosa. Los autores citan estudios que demuestran que este tipo de reflexión es profundamente analítica: la persona se toma su tiempo con un problema complejo, lo divide en elementos más simples y los considera uno por uno. Así, ante una situación estresante, la depresión fuerza al cerebro a concentrarse en él y buscar su solución, evitando todo tipo de distracciones.
El problema, pues, residiría en no poder salir de este “modo” de pensamiento que, entre otras cosas, incluye el aislamiento social (¿para poder pensar sin interrupción?). Es por esta razón, según los autores, que las terapias que incluyen pedirle al paciente que reflexione sobre su propio estado depresivo y escriba todos sus pensamientos son altamente eficaces: aceleran el proceso de meditación sobre las causas del problema.
La conclusión: “Tras considerar toda la evidencia, la depresión parece menos una afección en la que el cerebro opera de manera fortuita. En cambio, la depresión se parece más al ojo de los vertebrados: una herramienta compleja, sumamente organizada encargada de realizar una función específica.” En comparación con Sapolsky, reseñado arriba, el problema sería no tanto que la actualidad (el tipo de civilización que tenemos) provoque muchos casos de depresión, sino que para los problemas específicamente modernos que están causando hoy día esta reacción natural, no se encuentran soluciones sencillas o rápidas –y no se tiene el apoyo social suficiente que, por ejemplo, sí tenían los pequeños grupos de cazadores-recolectores–, a diferencia de los problemas enfrentados por nuestros ancestros, quizá más accesibles y menos complejos.
3a. La farmacia química
(Según Steve Silberman, “Placebos Are Getting More Effective. Drugmakers Are Desperate to Know Why”, Wired, 17.09.)
Aparentemente, los placebos están funcionando cada día mejor para curar padecimientos y las compañías farmacéuticas no tienen idea del porqué.
Merck, Eli Lilly y otras compañías han experimentado fracasos en ensayos clínicos porque nuevos medicamentos contra depresión y esquizofrenia no lograron superar los índices de éxito del consumo de placebos en los grupos de estudio. Lo mismo ha sucedido con estudios de seguimiento de medicamentos ya conocidos como Prozac. Por alguna razón todavía inexplicable, el “efecto placebo” parece estar fortaleciéndose y aumentando, lo cual, de seguir así, agravaría la crisis ya existente en la industria farmacéutica: sus multimillonarios medicamentos no resultarían mejores que píldoras de azúcar.
Según Silberman, ya no cabe ninguna duda de que los propios mecanismos curativos del cerebro se activan cuando la persona cree que el medicamento es real. Pero, según han demostrado algunos estudios, la novedad es que la frecuencia con que se tomen las píldoras, su marca (si es reconocida o no), su nombre comercial, su precio, su forma e incluso su color afecta el resultado del placebo. La respuesta del cuerpo depende de las expectativas del tratamiento, del condicionamiento, las creencias y otros factores sociales presentes en el contexto de cada paciente, lo cual parece demostrar, según los autores, que incluso hay diferencias culturales en la eficacia de los placebos.
La conclusión es que “irónicamente, el esfuerzo de las grandes farmacéuticas por dominar el sistema nervioso central ha terminado revelando lo poderoso que realmente es el cerebro. A la respuesta placebo le da igual si el catalizador de la curación es un triunfo de la farmacología, un terapista compasivo o una jeringa de solución salina. Lo único que necesita es una expectativa razonable de mejoría.”
3b. La farmacia subliminal
(Según Maj Britt-Niemi, “Cure in the mind”, Scientific American Mind, Feb-Mar 2009, 42-49)
Otros estudios han demostrado que el efecto placebo incluso beneficia a pacientes que no creen en él, y no solo en casos de padecimientos mentales como la depresión, sino hasta en casos de cáncer (2 a 7% de pacientes de cáncer en estudio; pero en pacientes de colitis mucosa, por ejemplo, el porcentaje sube a un 40% que experimenta mejoría gracias al efecto placebo).
Los placebos se pueden utilizar para entender mejor cómo controla el cerebro, por sí mismo, los procesos corporales y cómo, médicamente, se podría sacar ventaja de ello para acelerar la curación. Los estudios demuestran que las sugerencias subliminales pueden disparar respuestas fisiológicas tales como liberación de hormonas, por ejemplo. Es decir, que ni siquiera haría falta que el paciente se lo creyera conscientemente, solo habría que aprender cómo sugestionarlo.
Evidentemente, nada de esto implica que los medicamentos no sirvan, pues siguen sirviendo para la mayor parte de personas; pero sí implica que el efecto placebo debe ser tomado más en serio por las ciencias médicas, no solo para ayudar en la curación de algunos pacientes, sino para ayudar a comprender mejor los procesos curativos propios del cuerpo. Una combinación de ambos procedimientos sería quizá más eficaz en un gran número de casos.
¿Tendrá, pues, razón Sapolsky en que la depresión será la enfermedad más típica del siglo XXI, con graves consecuencias psicológicas, socioeconómicas, etc.?
O bien, si verdaderamente es una adaptación evolutiva de la cual aprenderemos a sacar provecho con terapia, placebos y medicamentos, ¿no llegará a ser más bien una enfermedad común, pero también comúnmente tratable, una especie de “gripe depresiva” no demasiado grave e, incluso, útil en algunos casos?
Véase también: "Efecto placebo varía según la forma en que el cerebro anticipa recompensas"
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