En la actualidad, para mucha gente, una condición necesaria para que un texto sea clasificado como “novela” es que entrañe la creación de un mundo “aparte”, “paralelo”, “otro mundo”, “otra realidad”, una “ficción”, en todo caso un “segundo mundo” evidentemente separado de este en el que vivimos a diario.
Supongo que es en relación con esa necesidad que mucha gente prefiere la tercera persona a la primera. Porque la tercera aparenta ser más “objetiva”. El autor, pues, en un ejercicio de disociación de su propia biología y psicología, sale de sí y asume la perspectiva de un tercero que observa, simplemente, una realidad que él mismo está creando prácticamente ex nihilo: aquel “mundo aparte” necesario para que un texto sea una novela.
Hay infinidad de críticos que detestan a los “novelistas” que escriben en primera persona y, de hecho, a veces ni siquiera los llaman novelistas y los consideran solamente escribidores ególatras o cosas peores. Dicen, por ejemplo, que el recurso a la autobiografía y la mezcla de géneros y estilos es solo una manera de ocultar la incapacidad para escribir verdaderas o auténticas novelas.
Resalté “verdaderas” y “auténticas” porque, generalmente, esos críticos son tan lúcidos que tienen clarísimo qué es, en efecto, una auténtica novela. Ellos, seguramente, podrían hacer un catálogo universal con dos únicos apartados: novela y no novela. Digo, tal vez no se han preguntado siquiera si lo que dichos escribidores quieren hacer son “auténticas novelas” o, nada más, textos.
A mí me tiene sin cuidado ese obsesivo deseo por saber y definir con claridad apodíctica qué es o cómo debe ser una novela. Al leer me interesa, entre otras cosas, que un texto me dé a pensar algo que no hubiera pensado por mí mismo, o un vislumbre de la “condición humana” vivida por alguien particular, concreto, o que me dé un rato de gozo; que si el texto es “poema” o “diario” o “ensayo” o garabato o libelo o la gran novela del siglo XX o el XXI, eso son minucias para patólogos o taxónomos, y no, creo, aspectos centrales para un lector común.
Por otro lado, no creo que ceder en esto –es decir, aceptar que pierda rigurosidad la definición o los límites de lo que es una novela, o, incluso, cualquier género literario– implique necesariamente una pérdida de calidad. Podría suceder, incluso, lo contrario: que ante la “liberalización” de criterios y de formas previstas y programas, la creatividad se viera más bien fomentada y enriquecida. Una analogía: cuando, en el uso de internet, los gobiernos o las policías de cualquier tipo quieren imponer todo tipo de reglas de comunicación y de censura, el resultado es un descenso considerable en la creación de nuevas aplicaciones, en su calidad y en lo que las personas pueden hacer con ellas; justo lo contrario de lo que sucede con el software abierto o cuando se deja que sean los usuarios, por sí mismos, quienes decidan cómo comunicarse y qué aplicaciones desarrollar y cómo usarlas. Otra analogía: es la diferencia entre una de las grandes cadenas televisivas y YouTube, por ejemplo.
En fin, entre otros problemas o contradicciones internas con aquella perspectiva normativa sobre la novela, apuntaré ahora solo dos que se me ocurren de pasada:
1/ Supone y depende de una división de tipo cartesiano entre sujeto y objeto, o realidad y ficción. Esos términos, entendidos como entidades absolutamente separadas, son lugares comunes filosóficos y científicos de la modernidad europea que, en diversas áreas y de diferentes maneras, han sido superados hace rato, tanto en filosofía como en ciencia. Las cosas no son tan simples como una división –sin contaminación mutua o borradura de sus límites– entre sujeto/objeto, observador/observado, realidad/ficción y otras parejas similares. Creo que la literatura, hoy en día, si insiste en esas dicotomías y ni siquiera las problematiza, solo contribuye a rezagarse con respecto a otros ámbitos de la experiencia y el saber humanos. Por eso, definir una novela como un “mundo aparte”, es casi equivalente a creer en la objetividad pura o, en su defecto, la subjetividad pura: dos extremos harto improbables.
Lo más probable es que siempre habrá cierto grado de incertidumbre –una zona fronteriza borrosa– entre lo observado y el observador, entre el novelista y su novela, entre la realidad y la ficción. Un novelista puede crear su mundo imaginario tan separado del “real” como pueda y sea capaz según su talento, pero eso no implica en ningún sentido que, en efecto, esas sean realidades separadas, es decir, sin mutua contaminación. La vida entera del novelista, desde los recovecos particulares de sus cromosomas hasta el último beso que le dio a su amante, está de algún modo imbricada en cada palabra que sale de su mano, por el solo hecho de que su vida es un conjunto de experiencias que son suyas y de nadie más. Afirmar una separación tajante, infranqueable, entre realidad y ficción, es una ingenuidad epistemológica y, hoy en día, incluso neurológica, basta con investigar un poco.
2/ Algunos le rinden culto a la literatura como ámbito de libertad artística y creatividad y, al mismo tiempo, a veces sin darse cuenta, la restringen a moldes dentro de los cuales deben encajar los textos para ser considerados literatura. Con una mano se premia la creatividad y con la otra mano se le arrebata el premio. Por ejemplo, una novela típica, hoy en día, para ser considerada buena por el grupo de críticos y editoriales que dominan el mercado, debe cumplir un modelo técnico y un manual de reglas: ser una realidad o mundo “aparte”, ser obviamente creación de la imaginación, es decir, presentarse como ficción –ya sea que esté basada en supuestos hechos históricos o no– , estar contada, preferiblemente, en tercera persona por un narrador “neutral” que no se meta en su narración; estar armada como un caso de estudio forense o un guión cinematograficable; y, ojalá, su temática debe tocar, de alguna manera, la violencia. Alguien, cualquiera, digamos un jovencito que se sueña escritor, debiera seguir al menos estos lineamientos para triunfar: inventar un mundo aparte de este pero que se parezca lo suficiente para creer que podría ser este; escribir una historia en tercera persona que sea como un episodio de una de esas series de detectives forenses y de persecución de asesinos; en consecuencia, incluir algunos asesinatos macabros o toda la violencia de la que sea capaz su estómago; por último, a pesar de que debe ser obvio que es un mundo aparte, ficticio, debe decir o insinuar que refleja la amarga realidad de algún pueblo subdesarrollado. Muy probablemente esa novela será un éxito de crítica. Y lo demás, pues será silencio, o ruido, no importa, pero al menos estará claro que no será literatura.
A mí me parece que una vez que la literatura sigue las estrategias y los ritmos de cualquier aparato de modas, con regímenes del gusto y de la forma, en ese preciso instante la literatura se arriesga a dejar de ser literatura. Y, para ser claros, la razón no es porque la literatura sea una actividad sublime o elitista a la que no pueden tener acceso las “masas”, eso no es lo que estoy diciendo y no tiene nada que ver con lo que estoy diciendo. La razón es que –análogamente al sueño de una democracia y una libertad radicales– en un sentido fundamental la literatura pasa también por la necesidad innegociable de que no se restrinja ni su forma ni su contenido con acuerdos “críticos” o “precríticos” que sirven para enriquecer a las grandes editoriales gracias a perpetuos “remakes” o “re-versiones” del mismo tipo de historias y estilos. Los mundillos editoriales y de celebridades intelectuales ejercen una suerte de “censura previa” que atenta contra este aspecto fundamental de la literatura (en un sentido más amplio): que cada quien pueda expresar desde sí mismo el mundo (el texto literario como el cruce quizá más fino entre lo universal y lo singular de cada ser humano). Y sencillamente porque instituyen y sostienen unas formas “aprobadas”, y otras no, de escribir y contar las vidas. Por ejemplo, el aparato crítico/editorial se mueve para “famosear” a Fulano de Tal y, una vez que lo ha logrado, Fulano de Tal empieza a parir libros muy similares que vuelven siempre a ser superventas y generan a su vez una serie de otros Menganos de Cual cuyo único objetivo es poder escribir como Fulano de Tal... Una vez le escuché decir a alguien que en Costa Rica no hay buenos escritores porque ninguno escribe como Roberto Bolaño o Vila-Matas... Obviamente, uno tiene que leer a esos escritores y aprender de ellos, tanto como puede uno aprender de Ovidio o Rabelais, pero más bien tendría que aprender –tras haber asumido e incorporado y valorado su novedad y su singularidad– a no escribir como ellos y a no repetirlos.
Creo que una condición de la literatura –independientemente de sus géneros, estilos, de si se hace en primera o tercera persona, de si cuenta hechos o imagina ficciones– es que no se anquilose en una institución –todas las instituciones tienen sus estatutos, reglamentos, trámites, burocracias, etc.– y que, en cambio, intente poner siempre en práctica algún grado de espíritu contrainstitucional.
De nuevo, el temor de muchos es que este tipo de “libertades” supondría una pérdida absoluta de calidad. Que no habría criterios de buena y mala literatura y que, entonces, el verso de un niño de once años que no hubiera leído nunca nada en su vida valdría lo mismo que un soneto de Shakespeare. Yo no lo creo; eso sería equivalente a creer que siempre necesitaremos “expertos” en todo que decidan por nosotros todos los aspectos de nuestras vidas. Lo que, en cambio, podría suceder, es que efectivamente se publicara todo tipo de cosas, unas buenas y otras malas, unas excelentes y otras pésimas, y que, simplemente, fuera más difícil encontrar las joyas perdidas entre tal abundancia de palabras. Algo similar a lo que ya sucede, de todos modos, en la blogosfera. Lo cual, dicho sea de paso, es el precio de la libertad de creación: todos pueden crear algo desde su propia experiencia. Esto, en principio, no elimina los criterios de calidad, coherencia, innovación, destrezas técnica y artística, etc., solo hace más difíciles los “algoritmos” para dar con los textos sobresalientes y las innovaciones; pero eventualmente siempre aparecerán y serán los mismos lectores quienes los harán aparecer, sin necesidad, pues, de que una gran máquina editorial/crítica/académica centralizada decida de antemano, por todos nosotros, qué debemos leer y qué nos debe gustar como “auténtica” novela o “verdadera” poesía, etc…
Me cuesta entender por qué tantos críticos preclaros llegan tan fácilmente a la conclusión de que la gente es imbécil y no puede discernir por sí misma en cuál texto hay pensamientos sugerentes e imágenes innovadoras y en cuál hay solo lugares comunes y que, por esa razón, necesitan que ellos se los digan como decretos o mandamientos: compre este libro y este no, este texto es bueno y este no. En un mundo menos dominado por ese tipo de limitaciones habría más espacio para la diversidad: seguirían publicándose las novelas de acción, por ejemplo, y estaría bien, pero también se publicarían reflexiones más sosegadas y los apuntes cotidianos del vecino y en general todo tipo de textos, más acorde con esa enorme variedad de lectores y gustos que, hoy, sí deben limitarse a dos o tres opciones en los estantes de las librerías.
Me atrevo a apostar que, por todas estas razones, y aunque las editoriales en sentido tradicional no tendrán por ello que cerrar sus puertas, la literatura de este siglo sí tendrá que aprender y asumir muchas ideas y prácticas de lo que ya sucede en internet.
Uno se imaginaría, según los estereotipos, que la literatura debiera inclinarse a la diversidad y la incertidumbre y, por ejemplo, la ciencia a la certeza y la verdad. Curiosamente, hoy son algunas áreas de las ciencias las que parecen andar ya caminando en otro siglo y empiezan a apreciar, mejor que en ciertos ámbitos literarios, las incertidumbres, las probabilidades, las zonas difusas, las diversas “realidades” o perspectivas de lo real, la complejidad, los errores de Descartes, la abundante diversidad de misterios que pueblan el universo o los universos, porque no hace falta la literatura para que el universo incluya en sí mismo infinidad de “mundos aparte”, seguramente ya los incluye; pero acaso sí haga falta la literatura para que esos mundos no sean simplemente versiones y reversiones del mismo mundo repetido hasta la desesperación o la vacuidad.
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29 nov 2007
+ acerca de la novela
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5 comentarios:
Apoyo definitivamente tu forma de pensar... El hecho de que se permita crear sin ninguna restricción puede generar evoluciones a nivel conceptual y traer nuevos aportes a lo que ya está establecido. Me llamó mucho el punto 1 que habla sobre las fronteras. Yo soy de los que considera que sin lugar a dudas, uno como artista pone una gran parte de sí mismo en sus obras. Así esté escribiendo de "alguien distinto", o dibujando, o interpretando... Hay un hilo demasiado delgado que no siempre deja claro cuando se es uno o cuando "somos" o "hablamos" de otra persona.
Sinceramente me dejas pensando mucho con este post.
Hola pequeño aprendiz, te agradezco la visita y el comentario, uno de tantos hilos que nos relacionan y nos tocan. Saludo.
O sea, que quienes escriben en tercera persona (algo bastante caduco y decimonónico) no vuelcan parte de su persona, de sus propias vivencias, en sus obras. Me parto el pecho, de verdad.
¿Nos han tomado por idiotas?
Lo bueno de los críticos, los teóricos y los tocanarices que pululan por todas las ramas del arte es que mientras ellos pierden el tiempo en disquisiciones estúpidas otros lo invierten en crear, algo para lo que los primeros nacieron castrados.
Con respecto al artículo de Vicente Verdú: ole, ole y ole por él. Hay que ser muy valiente para decir lo que se piensa aunque con ello sepa que se le echarán encima fósiles literarios de su propia generación como Alejandro Gándara. Pero, ¿a quién narices le interesa a fecha de hoy lo que este tío tiene que contarnos? No a la gente de mi generación, que nos criamos frente al televisor (una pantalla de cine, los primeros videojuegos...) mientras nuestras madres nos daban los biberones.
Un saludo.
Vaya un manifiesto el que has hecho. Siempre he suscrito la idea de que los nuevos creadores de literatura le deben más fidelidad a un afán rompedor y al atrevimiento y a su propia intuición artística que a los figurones, los críticos -"eunucos"-, las capillas ticas y todos esos que en el fondo son el mismo haciendo lo mismo.
De acuerdo con vos, Heriberto, acaso la literatura solo sea literatura si incluye un atentado contra sus propios límites. Gracias por la visita.
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