Algunos empiezan a contar las historias que quieren contar por el principio; otros lo hacen por el final. Yo no tengo idea de cuál es el principio de la historia que quisiera contar, e intuyo que ya he vivido el final, aunque no estoy seguro pues tiendo a pensar que mientras uno siga recordando una historia que, supuestamente, ha acabado, de alguna manera no ha acabado, como si el recuerdo fuera una continuación de la historia misma y no algo ajeno a ella. A veces, incluso, el recuerdo es lo único que le da sentido a la historia, la cual, sin ese recuerdo insistente, tacaño a veces y grandilocuente otras, no sería más que un álbum de fotografías de personas o sucesos que nada tienen que ver con uno, incluso si es uno quien ha vivido todo eso…
Está claro, al menos, que no tiene importancia por dónde comience, pues de todos modos siempre llegaría a lo mismo, ese punto flotante e indefinible, esta sensación casi mecánica que me aborda a diario, aunque a diferentes momentos del día, de recordar la misma imagen o escena y seguir, neciamente, buscándole una explicación, no a la escena misma –más bien insignificante– sino a mí necesidad de recordarla…
En algunas noches, cuando en el cielo despejado totalmente de nubes no hay asomo siquiera de la luna, es imposible discernir dónde terminan las montañas y dónde comienza el cielo; arriba, más arriba, flotan algunas estrellas, y más abajo, dentro de la misma y uniforme oscuridad (sin una línea demarcadora, sin frontera alguna), flotan las luces de algún pueblito enclavado en las cimas lejanas…
La escena es ordinaria y simple.
No recuerdo cómo iba ella vestida; a diario intento recordarlo pero no lo consigo. Recuerdo su cabello azulado, corto, engominado, y sus ojos achinados, obviamente los recuerdo porque después los vi a diario durante mucho tiempo; pero su sonrisa en ese preciso instante, el tono de su labial, esas minucias también quisiera recordarlas y se me borran al instante que casi las recupero. Curiosamente, mi memoria tiene el hábito de recordar fácilmente las atmósferas y las sensaciones, pero no los detalles “fácticos”, la ropa, los materiales de las mesas, el color de los vasos, el nombre de los lugares…
Nos encontramos de frente, en un pasillo estrecho, abarrotado por las personas que van camino al baño o vienen de él. Es un bar cualquiera, de moda en aquel momento, y a mí todos los bares me parecen los mismos una vez que se ponen de moda, hasta parece que se llenan con las mismas personas, la misma música, las mismas miradas y movimientos de las personas que bailan entre las mesas, a veces en las barras, en cualquier parte...
Chocamos, nos miramos, así empezó la historia, la nuestra (diferente, claro, de la historia que sí me gustaría poder contar), cuando nos miramos entre tanta gente, como empiezan tantas historias cotidianas: todas iguales y diferentes a la vez; y todas superfluas cuando se ven o se cuentan desde “fuera”, desde la perspectiva de un testigo y no de un protagonista, como si, a veces, como cuando se cuenta uno a sí mismo sus propias historias o recuerda sus propios recuerdos, no fuera uno, a la vez, testigo y protagonista, una entidad borrosa o que el tiempo, siempre el tiempo, se encargara infaliblemente de deshacer y dejar convertida en algunas imágenes breves, unas emociones indiscernibles, un simple ánimo o deseo de que todo fuese claro y la satisfacción, también, de saberlo imposible y por eso mismo disfrutar cada repetición, como si, al ver algún episodio repetido de una teleserie, tuviera uno el poder inverosímil de variarle algún detalle, una nimiedad, para seguir disfrutándolo y hacer como si fuera nuevo, como si hoy, sin el paso del tiempo, todo fuera nuevo, original, como si, pues, no hubiera principio ni final ni, en realidad, una historia, sino solo un flujo difuso de momentos que la memoria, desesperada a veces por repetir lo irrepetible, intentase fijar como si pudiéramos tomarle fotografías al pasado…
Nos miramos, pues, yo camino al baño, ella de vuelta del baño. Yo solo buscaba el orinal, me ardía la vejiga, no buscaba a nadie, estoy seguro de que no buscaba ni quería buscar a nadie y que solo quería orinar cuanto antes. Pero pasó así, es la verdad, como en las malas películas, como le pasa a todo el mundo alguna vez, una mirada accidental, detenerse, saludar, hacer una broma, olvidarse de la necesidad de orinar y empezar una historia, cualquiera, otra historia cualquiera…
¿Y los detalles, los sucesos, el final? Extrañamente, no es nada de eso lo que mi memoria me incita a recordar a diario, sino solo ese momento irrepetible y, en rigor, superficial o ridículo, ese instante que no consigo fotografiar en mi mente por más que lo intente todos los días, sin saber por qué, como si ese principio no hubiera sido nunca principio de nada, sino, desde aquel momento “original”, solo una intersección por la cual debo pasar una y otra vez hasta que, si tengo suerte, algún día deje de conducirme en círculos hacia ninguna parte y me lleve a otro lugar, a uno, tal vez, donde el cielo de la noche ya no sea indistinguible de la tierra y las estrellas no se confundan con las luces de un pueblito cualquiera enclavado en las montañas.
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16 dic 2007
Sísifo camino al orinal
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3 comentarios:
El recuerdo, como decís, mantiene viva una historia. Es el poder de la memoria y aplica tanto a nivel personal, como a nivel colectivo.
De este lado del mundo, por ejemplo, veo con curiosidad como el gobierno trata de fijar en la memoria colectiva el 27 de noviembre. Quieren convertirlo un "nunca olvidaremos" en recuerdo de las víctimas del genocidio (5-10 millones de ucranianos) perpetrado por Stalin y los suyos en 1932-1933, la gran hambruna.
Lindo texto!
Pues a mi me parece un buen principio. De hecho lo es cualquiera que sea secundado por algo. El punto es ponerse a escribir. Y llevo ya rato merodeando un principio, mareando la perdiz, y entre tanto, creo que llevo ya varios princpios y varios finales en la cuenta.
y claro, que el final a veces le muerde la cola al principio y el asunto es un círculo que rueda y rueda... el asunto es adónde nos va a llevar?
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